sábado, 14 de março de 2009

Sentimientos exóticos


Sentimientos exóticos

José Antonio Marina
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Todos tenemos el alma dividida entre la abstracción y el matiz, el cielo platónico y el Rastro, la alta matemática y la cuenta de la vieja, lo estructural y lo folclórico, pero los antropólogos más que el resto de los mortales. Puede consumirles la pasión por lo peculiar o inflamarles el ansia de encontrar universales culturales. La emoción de lo singular suele ser tan fuerte que muchos caen en un relativismo que no es más que entusiasmo por las diferencias. Se encrespan ante lo que consideran una mutilación salvaje de la realidad y no les falta razón. Charles Osgood, después de laboriosas investigaciones, sostuvo que todos los pueblos evalúan los objetos de acuerdo con tres dimensiones universales: bueno/malo, fuerte / débil, rápido / lento. Pero, en un nivel de abstracción tan rotundo, las diferen­cias entre “Dios” y “motocicleta” desaparecen porque ambos son buenos, poderosos y rápidos.
Las relaciones entre lo universal y lo singular han sido siempre conflictivas y constituyen uno de los más serios problemas de la ciencia actual. ¿Hay enfermedades o enfermos? ¿Hay individuos o categorías? ¿Hay sentimientos universales o sólo sentimientos particulares, únicos, distintos, inclasificables? Para saber a qué atenernos he decidido viajar.
Hay muchos investigadores que subrayan la diversidad cultural de los sentimientos. Consideran que son construcciones sociales y que, por lo tanto, es inútil buscar una internacional de la emoción. Vamos a ver de cerca alguno de los sentimientos autóctonos, intraducibles, originalísimos, para comprobar si lo son tanto. Hay, sin duda, algunas respuestas afectivas sorprendentes. Los tangú de Nueva Guinea se negaron a jugar al fútbol si no se cambiaban antes las reglas del juego. A los tangú –gente extravagante, sin duda–no les gusta que haya ganadores y perdedores, por lo que hubo que cambiar la finali­dad del partido. Lo importante era empatar, y jugaban hasta que lo conseguían. A veces durante varios días.
Nuestro viaje para coleccionar sentimientos va a comenzar en Japón. Según Takeo Doi, la palabra amae designa una emo­ción específicamente japonesa. Más aún, es “la esencia de la psicología japonesa y la clave para comprender la estructura de su personalidad”. Al leer esto me embargó el desaliento, por­que recordé que Heidegger confesó que no había conseguido saber lo que significaba la palabra japonesa iki –algo así como “el resplandecer sensible por cuyo vivo arrebato algo de lo suprasensible llega a traslucir”– a pesar de hablar sobre ella durante años con su discípulo el conde Shuzo Kuki. ¿Seré capaz de entender algo?
Amae es un sustantivo derivado de amaeru, un verbo intran­sitivo que significa “depender y contar con la benevolencia de otro, sentir desamparo y deseo de ser amado”. El diccionario Daigenkai lo define como “apoyarse en el amor de otra persona o depender del afecto de otro”. Es obvio que el prototipo de este sentimiento es la relación del niño con su madre. No la de un recién nacido que vive aún en un limbo vacío de distincio­nes, sino la de un niño que ya sabe que su madre existe con independencia de él. Sentirse distinto y necesitar de ella produ­ce un cálido anhelo de acercamiento: amae.
Este sentimiento que toma el amor de otro como garantía de seguridad implica una actitud pasiva. Según Doi, su impor­tancia en la sociedad japonesa se relaciona con un espíritu generalizado de dependencia, lo que nos advierte que al estu­diar una cultura es difícil comprender un sentimiento aislado, porque cada uno forma parte de un entramado afectivo muy complejo, lleno de sinergias y reciprocidades, en el que inter­vienen las creencias, los valores, las esperanzas y los miedos de esa sociedad. Takeo Murae comenta: “Al contrario que en Occidente, no se anima a los niños japoneses a enfatizar la independencia y la autonomía individuales. Son educados en una cultura de la interdependencia: la cultura del amae: el ego occidental es individualista y fomenta una personalidad autó­noma, dominante, dura, competitiva y agresiva. Por el contra­rio, la cultura japonesa está orientada a las relaciones sociales, y la personalidad tipo es dependiente, humilde, flexible, pasiva, obediente y no agresiva. Las relaciones favorecidas por el ego occidental son contractuales, las favorecidas por la cultura amae son incondicionales”.
Nos vamos del Japón, pero sin salir del Pacífico. El incansa­ble azul, el desmemoriado mar, nos lleva hasta Hawai. Oímos continuamente la palabra aloha. ¿Significa algo o es sólo un reclamo publicitario: surf, sol, palmeras y aloha? Parece un término ómnibus donde cabe cualquier cosa. Algunos autores lo traducen por “amor”, enfrentándose con la opinión de otros que lo identifican como un sentimiento más elusivo y misterio­so. Según Andrews, aloha designa un complejo sentimental; amor, afecto, gratitud, amabilidad, compasión, pena. Anna Wierzbicka no cree que signifique “amor”, porque quien lo siente no tiene ningún lazo especial con la otra persona, ni desea hacer nada por ella. Expresa tan sólo unos vagos buenos deseos hacia otros, sin ningún compromiso y sin gran intensi­dad. Esta autora añade un comentario interesante: aloha se ha superficializado. Al convertirse en un tic para turistas ha perdi­do empaque. Carece del tono compasivo que guardan otras palabras análogas en lenguajes polinesios –por ejemplo, arofa, en Tahití– y se ha convertido en una cortesía rutinaria y vana. Los sentimientos tienen también su momento de esplendor histórico y su ocaso. Tal vez aloha se ha desfigurado como una sinfonía tocada con un silbato.
De las surfientes playas de Hawai nos vamos a las llanuras heladas. ¿Qué sienten los esquimales? Sobre todo, frío. Jean Briggs ha descrito su mundo emocional en el libro Never in Anger: Portrait o f an Eskimo Family (Harvard University Press, 1970). Los esquimales, muy razonablemente, se amontonan para conseguir calor. La proximidad les protege del frío exterior y del frío íntimo. Entre los sentimientos esquimales, Briggs menciona iva, palabra que significa literalmente “estar junto a alguien bajo la misma manta”. Aunque se refiere a una acción, tiene una evidente dimensión emocional. Los niños pequeños reciben iva al ser metidos en la cama con sus tíos, tías, abuelos o primos. Es una especie de adopción que establece un fuerte vínculo sentimental.
El léxico esquimal valora mucho las distancias cortas. Niviuq significa “querer besar”, expresa el deseo de tocar o estar físicamente cerca de alguien o de algo, en especial de los seres pequeños. Se consideran seres niviuq–nagtuk, además de los niños, las muñecas, los pájaros y otras cosas menudas. Unga es el deseo de estar con una persona querida y la agradable experiencia de su proximidad. Naklik significa la otra cara del amor: hacer cosas buenas a quien se quiere. Según los esqui­males, los niños pequeños sienten unga, pero sólo poco a poco van sintiendo naklik. Sospecho que sucede igual en todas las culturas.
La suavidad con que los esquimales utkus crían a sus hijos es la causa de que más tarde sientan un profundo miedo a cualquier relación íntima o no íntima. En la vida diaria no cabe el enfado, ni mucho menos el conflicto violento, pero tampoco la acción social colectiva.
Volvamos a las aguas cálidas. Clifford Geertz ha escrito páginas muy sugestivas sobre las diferencias culturales. Cada cultura define un modelo propio de humanidad. Se lo repetiré al lector para que no se le olvide. En Java la gente dice llana­mente: “Ser humano es ser javanés”. Los niños pequeños, los ignorantes, los locos o los inmorales son considerados adurung djawa, “aún no javaneses”. Un adulto capaz de obrar respetan­do un sistema de etiqueta muy sofisticado, dotado de profundo sentido estético para la música, la danza, el drama y los diseños textiles, atento a las sutiles solicitaciones de lo divino, es sam­pundjawa, “ya javanés”.
Java tiene también su propia flora sentimental. Hildred Geertz dice que sungkan es una exclusiva javanesa. “Hablando toscamente, sungkan es un sentimiento de educado respeto ante un superior o un igual desconocido, una actitud de reserva, una represión de los propios impulsos y deseos para no alterar la serenidad de alguien que puede ser espiritualmente más elevado. Si una persona importante viene a mi casa y se sienta a mi mesa, yo me siento en un rincón: eso es sungkan. Si un huésped viene a mi casa y yo le invito a comer, le diré: No sientas sungkan, es decir, actúa como si estuvieras en tu casa”.
En el proceso de javanización de un niño javanés, sungkan es la más ultrajavanesa clase de respeto, la que mejor va a configurarle como ser humano, más allá del miedo, la vergüenza o la culpa. Es un signo de refinamiento, una elaborada actitud emocional que tarda años en adquirirse. Tener miedo o vergüenza es una vulgaridad.
Terminaremos nuestro viaje en las Filipinas. Michelle Rosaldo ha estudiado la cultura de los ilongot, en cuyo corazón aparece el concepto de liget. Puede traducirse como “energía, furia, pasión”, y designa el impulso vital presente en cualquier acción apasionada, sea realizar un trabajo o matar a un enemi­go. Indica vitalidad, fiereza, ánimo para competir, deseo de triunfar. Es una emoción ambigua y peligrosa, porque produce caos y orden, desastres y beneficios, pérdida de razón o aumen­to de perspicacia. Puede llevar al hombre más allá de sus límites como la hýbris griega. Es el liget lo que engendra a los niños. También está presente en algunas fuerzas de la naturale­za y en algunos objetos inanimados: la pimienta, el licor, la tormenta, el viento, la lluvia o el fuego, cosas todas enérgicas y peligrosas.
De este turismo semántico podemos sacar algunas conclu­siones fragmentarias e insuficientes como son todas las instan­táneas fotográficas. Hay diversidad sentimental, pero no una proliferación caótica. Ocurre con las creaciones sentimentales lo mismo que con las creaciones lingüísticas. Hay muchos sentimientos como hay muchas lenguas. Se diferencian enor­memente, pero tienen muchos puntos en común. Es muy posi­ble que haya estructuras sentimentales básicas, universales, que cada cultura modifica, relaciona y llena de contenidos diferentes. Cambian los desencadenantes, las intensidades, la consideración social de los sentimientos, como cambia en cada lengua la segmentación léxica. De la misma manera que las palabras forman un sistema lingüístico, los sentimientos de una cultura forman un sistema afectivo. Cada sociedad define una “personalidad sentimental”, un modelo que intenta fomentar, que sirve para distinguir entre sentimientos adecuados o inade­cuados, buenos o malos, normales o anormales.


2

Tendremos que viajar de nuevo para comprobar si es verdad lo que acabo de decir, que cada cultura diseña una personali­dad sentimental. Para comprobarlo nos vamos a Nueva Guinea, con Margaret Mead, una mujer atrevida, poco convencional, muy interesante y muy discutida como científica.
Sexo y temperamento no es lo que el título sugiere. Es un bello libro de antropología con el que Margaret Mead quiso responder a una pregunta: ¿Lo que llamamos feminidad y masculinidad son caracteres biológicos o productos culturales? Para averiguarlo se fue, ni corta ni perezosa, a estudiar tres tribus de Nueva Guinea: los arapesh, los mundugumor y los tchambuli. A pesar de vivir relativamente cerca, a menos de doscientos kilómetros, las diferencias son sorprendentes. A ella la sorprendieron al conocerlas, a mí me sorprendieron al leer su libro, y espero que al lector le sorprendan ahora.
Los arapesh son un pueblo cooperador y amistoso que care­ce de organización política. Los hombres conciben la responsa­bilidad, el mando, la preeminencia social como deberes onerosos que cumplen por obligación y de los que se desentienden alegremente cuando pueden endosárselos a sus hijos. Trabajan juntos, todos para todos, prefiriendo participar en actividades iniciadas por los demás. El beneficio propio parece detestable. “Sólo había una familia en el poblado”, cuenta Margaret Mead, “que demostraba apego por la tierra, y su actitud resultaba incomprensible para todos los demás”. Se caza para mandar la comida a otro. “El hombre que come lo que él mismo caza, aunque sea un pajarillo que no dé para más de un bocado, es el mas bajo de la comunidad, y está tan lejos de todo límite moral que ni se intenta razonar con él”.
Hay un grupo destinado a un menester engorroso e incómo­do. Son los “grandes hombres” que organizan una gran fiesta cada tres o cuatro años. Se elige a un niño y se le educa para que sea agresivo y arrogante, por exigencias del papel, lo que es visto más como una condena que como un privilegio.
Para los arapesh el mundo es un jardín que hay que cultivar. Mi alma de horticultor no puede dejar de conmoverse ante esta poética concepción del mundo. El deber de los niños y del ñame es crecer. El deber de todos los miembros de la tribu es hacer lo necesario para que los niños y el ñame crezcan. Cultivo de los niños, cultura del ñame, o al revés. Hombres y mujeres se entregan a tan maternal tarea con suave entusias­mo. Los niños son el centro de atención. La educación entera es educación sentimental. No hace falta que el niño aprenda cosas, pues lo importante es suscitar en él un sentimiento de confianza y seguridad. Hacerle bondadoso y plácido, eso es lo importante. Se le enseña a confiar en todo el mundo. Los niños pasan temporadas en casa de sus familiares, para que se acos­tumbren a pensar que el mundo está lleno de parientes.
Esta sociabilidad querida, buscada, fomentada, se manifies­ta en la sorprendente explicación que dan del tabú del incesto: “Los arapesh no contemplan el incesto como una tentación repulsiva y horrorosa, sino que les parece una estúpida nega­ción de la alegría que se experimentará al aumentar, por medio del matrimonio, el número de personas a las que se puede amar y en las que se puede confiar”.
Nadie muestra interés en que el niño crezca rápidamente. Tal vez hayan comprendido una característica esencial de la especie humana, que es tener una larga infancia. No se estimu­la el afán competitivo y se sienten intolerablemente heridos en sus sentimientos por una palabra áspera. Una burla se conside­ra expresión de hostilidad y un hombre adulto se echará a llorar ante una acusación injusta. A la vista está que son unos “sentimentales”.
Dividen a los seres humanos en dos grupos: los parientes, que son todos los habitantes del poblado, y los extraños, los habitantes de la llanura, que viven “junto a las tierras del río”, violentos, temibles, perversos y hechiceros. De vez en cuando una mujer de la llanura se acerca al poblado de los arapesh, dominante, sensual, agresiva, y algún arapesh incauto cae fasci­nado por tan poderosos hechizos, condenándose así a una vida que no le corresponde y para la que no está preparado.
Las costumbres matrimoniales también están enderezadas a evitar sobresaltos. Los niños se prometen a los cinco o seis años. El hombre-niño trabaja para hacer que su mujer-niña crezca, de la misma manera que hará con sus hijos. La organi­zación social se basa en esta analogía entre esposas e hijas. La esposa crece en la familia del marido sabiendo ya que su novio / niño / adolescente trabaja para ella. Se acostumbra a aceptar todo pasivamente a cambio de sentirse segura en la vida. La mujer arapesh pasa suavemente de su familia a la del marido, casi sin darse cuenta.
Es posible que se trate de esto: de evitar sobresaltos, y que crean que el gran beneficio que la paz acarrea es la previsibilidad del futuro. También los javaneses piensan que los daños emocionales no están producidos por la gravedad de un suce­so, sino por su carácter súbito. Es el choque con lo imprevisto, y no el sufrimiento, lo que más temen. Basta acomodar el espíritu a una desgracia para que el sentimiento de pesar se aminore. Recomiendo al lector que tenga esto presente para entender algunas cosas que le explicaré dentro de medio centenar de páginas.


3

A ciento sesenta kilómetros de los pacíficos arapesh viven los mundugumor, que han creado una cultura áspera, incómo­da, malhumorada. Todo parece fastidiarles, lo que no es de extrañar porque su organización fomenta un estado de cabreo perpetuo. Habitualmente sólo las mujeres se reúnen, mientras que los hombres se observan de lejos con desconfianza. Los niños son educados para sentirse incómodos ante los mayores. Las voces enojadas son la música de fondo de la vida. Los mundugumor creen a pies juntillas que hay una hostilidad natural entre todos los miembros de un mismo sexo, que son incompatibles y sólo pueden relacionarse por mediación del sexo opuesto.
Ocurre, sin embargo, que la relación con el sexo opuesto y la organización familiar están cuidadosamente diseñadas para provocar irremediablemente conflictos. La estructura básica de parentesco se llama rope y es una máquina perfecta de intrigas y de odios. La madre y el padre encabezan familias distintas. El rope del padre está compuesto por sus hijas, sus nietos, sus bisnietas, sus tataranietos, es decir, una generación femenina y otra masculina. El rope materno está contrapeado. Ambas familias se odian, no por casualidad, sino por los ritos de casamientos. Los mundugumor cambian una novia por una hermana, por lo que cada hermano ve en sus hermanos unos rivales que le van a disputar sus hermanas para canjearlas por una o más esposas. Para avivar más esta hoguera de odios también tienen como enemigo a su padre, que puede cambiar una de sus hijas por una esposa joven para él mismo. En reciprocidad, los hijos son también un peligro para el padre, que ve su crecimiento como el crecimiento de unos enemigos. En cada choza mundugumor hay una esposa enfadada y unos hijos agresivos, listos para reclamar sus derechos y mantener en contra del padre sus pretensiones sobre las hijas, única moneda para comprar una novia. No es de extrañar que la noticia de un embarazo se reciba con disgusto. El padre sólo quiere hijas para ampliar su rope. Un hombre quiere aliados para poder coaccionar y amedrentar en los días de su poderío físico, y no hijos que vendrán después de él y se burlarán de su vejez, orgullosos de su fuerza. La madre, claro está, quiere un hijo por lo mismo. Una mujer que concibe un hijo ha herido a su marido en su punto más vulnerable. Ha engendrado un enemigo y el padre siente que su decadencia ha comenzado.
La educación de los niños es una minuciosa preparación para este mundo sin amor. Todo lo que para los arapesh era motivo de satisfacción es motivo de irritación para los mundugumor. Llevan a los niños en canastillas incómodas, los ama­mantan a la carrera y de mal humor, el proceso de destete está acompañado de bufidos e insultos, se enfadan con los hijos, con los enfermos, con los que se mueren, con los que viven, porque todos molestan. No hay lugar para la tranquilidad o la alegría. Los tratamientos sociales son complicados, llenos de prohibi­ciones, precauciones y susceptibilidades. Es difícil no cometer descortesías con un protocolo tan complicado y un pueblo tan irritable. Todos los mundugumor saben que por una u otra razón tendrán que pelear con su padre, con sus hermanos, con la familia de su mujer, con su propia mujer. Las niñas ya saben que serán el origen de las peleas. Ése será su dudoso pri­vilegio.
Las uniones sexuales son rápidas y violentas. El carácter ideal es común para ambos sexos pues se espera que tanto hombres como mujeres sean agresivos, celosos y estén siempre en perpetua competencia, dispuestos a vengar cualquier insulto. En fin, que parecen occidentales.


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Tras su estancia con los mundugumor, Margaret Mead visitó un tercer pueblo, los tchambuli. De nuevo cambia el paisaje sentimental. Hay una inversión de los papeles sociales. Las mujeres se ocupan de las cuestiones económicas, pescan, tejen, comercian, administran el dinero, mientras los hombres viven para el arte y el espectáculo. Las mujeres los tratan con amabi­lidad, tolerancia y aprecio. Disfrutan con los juegos masculi­nos, con su coquetería y con los espectáculos teatrales que organizan para ellas. Como son las dueñas del dinero obse­quian y regalan a sus maridos, a cambio de languidecientes miradas y suaves palabras. Las mujeres trabajan en grupo, charlando divertidas. En cambio, entre los hombres hay celos, desconfianza y malentendidos. El interior de una casa tcham­buli muestra a ojos vistas su organización social. Las mujeres firmemente instaladas en el centro de la habitación, mientras que los hombres se sitúan junto a las paredes, cerca de las puertas, con un pie en la escalera, sintiéndose poco queridos, apenas tolerados, y dispuestos siempre a refugiarse en la casa de los hombres, donde preparan su propia comida, recogen su leña, viven como solteros, en un estado de mutua desconfianza y de común incomodidad.
Hasta tal punto han teatralizado toda su vida sentimental, que Margaret Mead confiesa “una sensación de irrealidad, pues incluso la expresión del enojo y del temor se convierten en una figura de danza. Fuera de estas ritualizaciones es difícil saber lo que sienten”. En una ocasión, después del rapto de una muchacha tchambuli por otra tribu, Margaret Mead pregunta a su familia: “¿Estáis furiosos por el robo de vuestra hermana?” “No sabemos todavía”, contestaron, “los ancianos no nos han dicho nada”. Esta actitud me recuerda el comentario de Sartre, quien por cierto también concebía las emociones como una repre­sentación: “Cuando de niño me encontraba a solas, sin público, no sabía lo que tenía que sentir”.


5

¿Y qué podríamos decir de nuestra cultura? En este momen­to, la cultura occidental presiona para favorecer la insatisfac­ción y la agresividad. Nuestra forma de vida, la necesidad de incentivar el consumo, la velocidad de las innovaciones tecno­lógicas, el progreso económico, se basa en una continua incita­ción al deseo. Éste es el gran tema psicológico de nuestra época, tal vez. En 1883, Zola publicó Au bonheur des dames. Treinta años antes se había inaugurado en París Bon Marché, una tienda precursora de la revolución comercial. En su nove­la, Zola llama “traficantes de deseos” a los propietarios de los grandes almacenes. Durante milenios, la humanidad ha des­confiado de los deseos. En el Tao-Te-Ching de Lao-tsé puede leerse: “No hay mayor culpa / que ser indulgente con los deseos. / No hay mayor mal / que no saber contenerse. / No hay mayor daño / que alimentar grandes ansias de posesión”. Para la ética griega, la pleonexía, la proliferación de los deseos, la avidez, era radicalmente mala. Ahora, en cambio, tenemos la idea de que sentirnos satisfechos es esterilizador. Sólo la insatisfacción, la pulsión de los deseos, incita a la invención, la industria, la creación. Así pues, parece que estamos condena­dos al estancamiento o a la ansiedad irremediable.
Para complicar más las cosas, hemos unido la impaciencia a la búsqueda de la satisfacción de nuestros deseos. Estamos olvidando que la capacidad de aplazar la gratificación es el fundamento del desarrollo de la inteligencia y del comporta­miento libre. Walter Mischel ha estudiado la resistencia a la compulsión como predictor del nivel de inteligencia. Admiran­do como admiro la perspicacia de los distintos idiomas, no me extraña que el danés establezca una bella conexión entre mod (coraje, ánimo), taalmod (paciencia, ánimo de aguantar), long­mod (magnanimidad). Como expliqué en Ética para náufragos, en el origen de nuestra vida libre, de nuestra creación ética, hay un acto de valor.
La impaciencia, al no respetar el tiempo de las cosas –los horticultores sabemos que hay un tiempo para sembrar y un tiempo para recoger, y también un tiempo para luchar contra la arañuela roja, mi pesadilla–, introduce un cambio en los ritmos comunicativos que altera, sin duda, la vida emocional. El deseo impaciente se llama en castellano ansia, y la ansiedad parece ser también una característica de nuestra cultura. Ade­más, la prisa se opone a la ternura. No hay ternura apresurada. La ternura entrega el control del tiempo a la propia manifesta­ción del sentimiento. Ya ve el lector que cuando digo que los sentimientos forman sistema no lo hago a humo de pajas. Aún hay más. Sartre describió la relación de la prisa con la violen­cia. El apresurado lo quiere todo ahora, y la efracción, la violencia, es el camino más corto. ¿Para qué guardar las for­mas, que siempre son lentas?
El progreso, que nos obligó a fomentar el deseo, va a servir de coartada para la agresividad. Al parecer, la lucha, la compe­tencia, es el único motor para el avance de la humanidad. El mismo Kant, tan respetuoso con los imperativos de la Razón, tan desconfiado respecto de los sentimientos, afirma que el medio de que se sirve la naturaleza para desarrollar todas las disposiciones del hombre es el antagonismo, a través del cual se ve inducido, contra su voluntad, a pasar de la barbarie a la civilización. “El hombre desea la concordia, pero la naturaleza sabe mejor que él lo que es bueno para su especie: ella desea la discordia [...]. Demos pues gracias a la naturaleza por la intrata­bilidad que genera, por la envidiosa emulación de la vanidad, por la codicia nunca saciada de bienes y también de dominio. Sin ellas, todas las excelentes disposiciones naturales innatas en la humanidad permanecerían eternamente adormecidas sin desarrollarse”.
Como defensa ante esta conspiración del progreso y la vio­lencia, la sociedad posmoderna ha buscado la solución en lo que he llamado la “utopía ingeniosa”, que aspira a jugar con todas las cosas, buscando una libertad desvinculada, poco com­prometida, sin pretensiones. Creo que el intento ha fracasado.


6

Al revisar nuestra colección de sentimientos, dos cosas aparecen claras. Hay gran diversidad dentro de marcos constantes. Tenemos, pues, que explicar tanto las semejanzas como las diferencias. ¿Por qué sentimos de maneras tan distintas? ¿Por qué, sin embargo, los sentimientos humanos se parecen tanto?
Empezaré hablando de las semejanzas. Incluso ahora, cuan­do aún sabemos tan poco sobre los sentimientos, podemos suponer que los sentimientos son provocados por situaciones que forzosamente experimentan todos los seres humanos. Nuestros problemas y esperanzas son muy parecidos: sobrevi­vir, disfrutar, estar cerca de los seres que queremos, evitar el peligro, enfrentarnos con los obstáculos, contar con los demás, ponernos a salvo de los otros. Como ha escrito Geertz, un reputado antropólogo, “los problemas, siendo existenciales, son universales; sus soluciones, siendo humanas, son diversas” (La interpretación de las culturas, Gedisa, 1992, p. 301).
No pretendo que ésta sea una relación exhaustiva. Por ahora sólo me interesa mostrar que la universalidad de ciertas emo­ciones tiene una razón de ser: nuestra condición de seres necesitantes y en precario. Los estudios de Ekman corroboran la existencia de rasgos comunes en la vida emocional. Hay expresiones afectivas que son comprendidas inmediatamente por todas las culturas. Hay un lenguaje universal de la emo­ción: la risa, el llanto, las expresiones de miedo, furia y asco, forman parte de él. Espero haber convencido al lector de que no somos sentimentalidades irrepetibles, sino que la especie humana tiene necesidades comunes, que le plantean proble­mas comunes, y que registra afectivamente con sentimientos comunes.
Ahora tengo que explicar las diferencias. Los sentimientos suelen tener desencadenantes y ambos forman una estructura, en la que se determinan recíprocamente. Un peligro o una amenaza provoca miedo; la novedad, sorpresa; el cumplimien­to de un deseo, satisfacción o alegría. Pero cada una de estas categorías de desencadenantes puede concretarse de manera distinta en cada cultura. Cada sociedad en cada momento histó­rico pasa sus miedos peculiares. En algunas culturas, el ofreci­miento de ayuda provoca furia; en otras, deferencia, respeto, dependencia y gratitud. Ser el centro de atención puede causar vergüenza y miedo en ciertos ambientes, y satisfacción y orgu­llo en otros. Las experiencias de pérdida, que nos producen infelicidad o tristeza, despiertan en los samoanos una indiferen­cia tranquila. A los arapesh les produce horror dejar restos de comida, porque pueden ser utilizados por enemigos suyos para hechizarles.
Es posible que haya algunos desencadenantes universales, sobre todo en los niños. Los esquimales y los tahitianos se enfurecen muy pocas veces, pero los niños de seis meses se enfadan con la misma frecuencia que los niños de otros países si, por ejemplo, les inmovilizamos. Pero en general el conteni­do de los desencadenantes varía y es una de las causas de las diferencias sentimentales.
Otras distinciones más sutiles están producidas por las redes semánticas en que cada sentimiento se incluye. Hoffstátter ha señalado que el concepto de lonesomeness (soledad) tiene para los norteamericanos una significación diferente de la que tiene para un alemán el correspondiente vocablo traducido, Einsamkeit. Mientras un alemán puede sentirse orgulloso de su Einsamkeit, un norteamericano asocia lonesomeness más bien con angustia y ausencia de amor. En un estudio de Yoshida y sus colaboradores se comprueba que para los japoneses curiosidad e indecencia son conceptos próximos. Carroll Izard comparó las actitudes de norteamericanos, ingleses, alemanes, suecos, franceses, griegos y japoneses respecto de ocho emociones. Algunas diferencias son muy interesantes. La mayoría de los norteamericanos temen sobre todo a las emociones temor / horror, mientras que la mayoría de los japoneses temen más a asco / desprecio.
Otras diferencias notorias proceden de las evaluaciones y regulaciones sociales de los sentimientos. Cada cultura favore­ce unos afectos y repudia otros, los interpreta de distinta mane­ra, o prescribe cuál debe ser su intensidad. Para un ilongot, estar furioso pone en peligro la estabilidad social; para un esquimal, es una experiencia infantil; para un americano, pue­de ser un modo de afirmar su virilidad.
Muchos sentimientos están relacionados con roles acuñados por la sociedad, incluidos los roles masculinos y femeninos. La tribu africana de los maasi, según Hatfield, ha especifi­cado una situación llamada murano, en la que el miedo está deliberadamente suprimido. Es el carácter del guerrero. Un guerrero maasi es api (afilado), palabra que significa también “espada” y “lanza”. Fuerte, terrible, cortante, así tiene que ser el guerrero, como su espada. La metáfora no es exclusiva de este pueblo, porque para los japoneses “conservar brillante la espada” significa “no abandonarse”, “mantener bien dispuestas todas las facultades morales”. La valentía de los maasi es una valentía institucionalizada, propia sólo de los guerreros, “que tienen que actuar como si el miedo no existiera”. Una vez que por su edad ya no pueden guerrear, su condición de api desapa­rece.
Dentro de una misma cultura, los sentimientos pueden cam­biar según las edades biográficas –ya hemos visto cómo el niño esquimal va abandonando la furia al hacerse adulto– y también según las épocas históricas. Philippe Ariés ha estudiado la evolu­ción del sentimiento hacia la infancia. Sostiene que la familia tardó mucho en tener una función afectiva y que la valoración del niño es un sentimiento muy tardío. En Inglaterra, hasta 1815 no era delito robar un niño, a no ser que estuviese vestido, en cuyo caso el delito se cometía respecto de la ropa. Niños de siete años, e incluso menos, eran ahorcados pública­mente por delitos que hoy consideraríamos irrelevantes, como haber robado una falda o un par de botas. Estos datos mues­tran, por un parte, que no se daba al niño ningún valor, y por otra que se le consideraba plenamente responsable de sus actos.
Anna Wierzbicka ha llamado la atención sobre el cambio histórico de un sentimiento. La palabra polaca tesknota desig­naba antiguamente una tristeza vaga, pero en la actualidad significa “tristeza causada por la separación”. Aparentemente –escribe– fue sólo después de la división de Polonia al final del siglo XVII, y especialmente después de la derrota de 1830 y de la gran emigración que siguió, cuando esta palabra cambió de significado. Cuando se considera que a partir de entonces la mejor y más influyente literatura polaca se desarrolló en el extranjero, entre los exiliados políticos, y que estaba dominada por el tema de la nostalgia, no puede dejarse de pensar que el nuevo significado de la palabra tesknota es un reflejo de la historia de Polonia y de las preocupaciones nacionales predo­minantes.
En los diccionarios españoles del siglo XIX se puede consta­tar una intensificación del sentimiento de nostalgia, palabra que, por cierto, aparece por primera vez en el Diccionario de Núñez de Taboada, en 1825. En el delicioso Diccionario de Domínguez (1846) se puede leer que la nostalgia es “especie de enfermedad causada por un deseo violento de volver a la patria, al país natal. El nostálgico comienza a sentir un decai­miento y tristeza que le consume lentamente, después suele presentarse una fiebre hética que conduce por lo regular a la muerte”.
Espero haber convencido al lector de que el mundo senti­mental es variado y constante. Hay unos sentimientos universa­les que derivan de los modos posibles de enfrentarse con la realidad y con uno mismo. Pero esos sentimientos se modulan de distinta manera en las diferentes culturas, en los distintos momentos históricos de una cultura o en los distintos miem­bros de cada cultura. El problema que se plantea es si sabre­mos atender a lo común sin olvidar lo particular.


7

En un bello poema titulado “Altiva música de la tormenta”, Walt Whitman quiere apropiarse de todas las músicas:

Escucha, ¡oh alma mía!, no las pierdas, es a ti a quien se dirigen.
Todas las canciones de los países conocidos suenan a mi alrededor,
los aires alemanes de la amistad, el vino y el amor,
las baladas, las alegres jigas y danzas irlandesas, las co­plas inglesas,
las canciones de Francia, las melodías escocesas y, por sobre todas,
las composiciones sin par de Italia.

Algo semejante quisiera hacer yo con los sentimientos hu­manos. Este libro tendría que estar escrito en un espacio vir­tual, tan virtual como el universo de las músicas, o como este azul, magnífico y cortés, donde aparecen islas afortunadas, continentes, espeluznantes peces y maremotos.
(Vuelvo, esta vez no metafóricamente, del espacio virtual. He conectado con una de las múltiples redes de comunicación que funcionan actualmente, además de Internet. Un grupo de personas de nacionalidad diferente hablaban acerca de un sen­timiento que no sé si es un sentimiento todavía. Un cibernauta inglés afirmó que cosiness era un sentimiento exclusivamente inglés. Suele traducirse por “lo acogedor”. Ha habido varias protestas contra esta reivindicación de exclusividad. Un cibérnauta holandés ha dicho que la palabra gezellig significaba lo mismo. Desde Alemania, un flamenco germanizado ha interve­nido para criticar a su compatriota. Al parecer, gezellig etimoló­gicamente significa “amigo”, por eso nadie puede estar gezellig si está solo, y en cambio puede estar cosy si está sentado en un cómodo sillón con una copa de jerez y a solas. Consideraba que gezellig está entre cosy y el alemán gemütlich, que, por lo visto, sólo se siente en compañía.
He intervenido para decir que en castellano distinguimos entre acogedor, que es una propiedad de personas, que significa “lo que nos recibe agradable, cómoda, cálidamente”, y que por extensión se atribuye a cosas, a una casa, por ejemplo, y sentirse acogido, que es un sentimiento. Un cibernauta galés ha sugerido que la palabra inglesa deriva de la gaélica cosh, que significa un pequeño hueco donde puede uno sentirse cómodo. He pensado, pero no lo he dicho, que en castellano coger tiene dos significados distintos: “agarrar” y “caber”, aunque ésta sea una acepción popular.
Desde Finlandia, otro cibernauta ha propuesto kodikas, pa­labra derivada de koti, que significa “casa”. Puede aplicarse a las habitaciones, los muebles, las personas. Una chica kodikas es tranquila y agradable. He pasado un rato divertido en el espacio virtual.)
No crea el lector que al hablar tanto de palabras me dejo llevar tan sólo por mis aficiones. El lenguaje es un medio imprescindible para conocer los sentimientos ajenos y para comprenderlos. Sospecho que el léxico sentimental forma par­te de los sentimientos mismos. Con frecuencia nuestras expe­riencias afectivas son confusas, precisamente por su compleji­dad, y nos sentimos inquietos y desorientados mientras no sabemos cómo nombrar nuestro sentimiento. ¿Es que el hecho de atribuirle un nombre aumenta el conocimiento de lo que sentimos? Puede que sí y puede que no. Al nombrar algo, lo que hacemos es relacionar una experiencia con el saber acu­mulado bajo el nombre que hemos aplicado. Si a mis senti­mientos por una persona los llamo amor, estoy introduciendo mi sentimiento en una red semántica, que me va a permitir anticipar ciertas cosas y dar otras por supuestas.
Ahora, de lo cósmico vamos a lo privado, del gran desplie­gue de las culturas a la minúscula historia de un recién nacido, de los mares violentos o desmayados al recogido ámbito de una maternidad. Vamos a estudiar la biografía de los sentimientos.



[1] Extraído de El laberinto sentimental, Anagrama, Barcelona, 1996, págs. 37–54.

4 comentários:

  1. Meus caros,estou surpreso com esta descoberta. Confesso que desconhecia José Antonio Marina e fico muito grato pela apresentação. O texto é excelente, temos muito o que conversar a respeito. Aproveitei para acrescentar o site oficial do autor no blog (como podem verificar). Há muito material para explorar e muitas descobertas a fazer... Sem dúvida mais uma vereda aberta neste nosso caminho...

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  2. Pois é! Esse texto também se enlaça muito com o anterior da Helen Keler, se é que é assim que se escreve. O universal e o particular. A linguagem, os sentimentos, a sociedade e o indivíduo, os conceitos. Realmente temos muito o que aprender, há um mar aí em frente e nem sequer temos consciência do tamanho dele, sequer saimos da orla...

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  3. Sinceramente, eu tb não conhecia esse tal de Marina, tinha o texto há muito tempo. Leiam o título "O autor" no site dele, o sujeito é interessante mesmo, traz-nos novas perspectivas de como levar a vida.

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  4. Percebam que a antropóloga citada pelo autor é a mesma citada pelo olavo no texto "Educação Liberal". Tudo vai se entrelaçando...

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